Glenda moría
Glenda moría, y yo aferrada a sus manos no podía dejar de llorar.
Todo ocurrió de forma rápida, ni ella ni yo fuimos conscientes de nuestra adicción hasta el punto de que lo acontecido en los últimos meses pilló por sorpresa a todo el mundo, sobre todo a nuestros padres.
Glenda, la niña volátil que apenas comía, cuyos huesos parecían desvelarse a través de su piel, de pelo rubio y mirada felina, se estaba esfumado a mi lado y yo solo podía seguir llorando. Rezar por su salvación no servía de nada pero era mi consuelo entre los nervios y la desesperación del mono.
Sus padres y los míos nos escrutaban con la vista fija y sus expresiones oscilaban entre la ira, el asco y la ternura de ser sus pequeñas niñas, mimadas, frente a su última trastada.
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