Elieta y los niños. Capítulo 1

Desde la muerte de su marido, Elieta a sus treinta y un años vivía, con sus tres hijos, todo el año en el campo, cerca de un pueblo manchego, no lejos de las montañas. Vivían perfectamente en una casa confortable sobre cuyo tejado rojo figuraba una veleta con forma de gallo que giraba en los días de fuerte viento. El jardín que rodeaba a la casa era grande. Tenía senderos que llevaban a la puerta de la casa delantera y salvajes arietes hacia la parte trasera que colindaba con el bosque, del que tan sólo estaban separados por una valla metálica.
En la parte delantera había una carretera gris que descendía con sus curvas hasta el pueblo. También era posible ir al pueblo desde el bosque por un sendero oculto.

Los tres niños se llamaban Laura, David y Elisa. Laura tenía nueve años, David siete años y Elisa cinco años. Dormían juntos en la misma habitación y Elieta, o cómo ellos la llamaban Mamá, acudía a la hora de acostarse a darles las buenas noches, siempre de forma tan maravillosa que ellos no podían dejar de amarla. David especialmente la adoraba y la inundaba de palabras cariñosas hasta que Mamá se liberaba de su abrazo.
- Eres tan hermosa… - decía una y otra vez-. Eres mil veces hermosa.

Durante el día, en ocasiones, Mamá lo pasaba realmente mal y extrañaba la fuerza de su marido. No todo era tan agradable como hacía parecer a los niños. Lloraba hasta que las migrañas la obligaban a tumbarse. Entonces enviaba a los niños a jugar en el jardín diciéndoles que ese era su verdadero reino donde desahogarse ya que ella no podía.
Aunque a esos desahogos se oponía Martín el único profesor del pueblo que acudía a diario con una gran carpeta de cuero bajo el brazo para dar clases durante tres horas a los niños.
Martín no es que fuera odioso, pero su trabajo así lo convertía a veces, sobre todo si los deberes estaban mal hechos. Entonces los amenazaba con lo peor.
- Os haré ir a la escuela del pueblo. Mañana estarás sentado en mi clase, se van a terminar las clases particulares y cómo no os sabéis el tema los demás niños se reirán de vosotros.
En verano era cuando Mamá parecía encontrarse en mejores condiciones. Iba a bañarse con los niños, caminando por el sendero del bosque, a unos cuatro minutos se encontraba el estanque XXXXX, que se extendía cenagoso entre la arboleda. Sobre el agua oscura flotaban nenúfares redondos como platos.
También iban a buscar moras. En medio del bosque Mamá, rodeada de zarzas parecía una diosa. Los tres corrían y recogían las bayas, sobre todo para ser el primero en conseguir un vaso lleno. Mamá vertía el contenido en un cesto de mimbre que tenía a su lado. En esta labor era especialista Laura, que aunque llevaba las piernas llenas de rasguños no parecía importarle. Se la veía correr y mover su largo pelo negro, tan delgada y taciturna.
David prefería jugar con las hierbas mientras tarareaba canciones. Elisa con sus grandes ojos le acompañaba tierna y frágil cómo temerosa de que pudiera ocurrirle algo.
Cuando llegaba el otoño Mamá siempre se ponía enferma de nuevo, entonces permanecía acostada con compresas húmedas en la frente y sus pastillas para las crisis migrañosas. Mamá sentía sensaciones diversas a parte del dolor, quizás fuera ansiedad pero se negaba a tomar más medicación.
Sin embargo llegaba el invierno que para todos era la época más singular del año para la familia. Entonces tenían que estar en casa casi todo el día y por la noche se sentaban a leer junto a la chimenea. Sus preferidas eran las novelas de de Piratas y las historietas de los Cinco, sin olvidar los Comics de Mortadelo y Filemón que tanto los divertían.
El padre había muerto al nacer Elisa. En la habitación de Mamá, esta conservaba una foto con su gran nariz agileña y su rictus amargo, con una mirada entre severa y soñadora. Cuando le conoció su marido era sacerdote católico. Pese a ser tiempos modernos no dejó de originarse un gran escándalo cuando a raíz de esto abandonó la Iglesia. Hasta su muerte llevó junto a él un rosario blanco de marfil.
Pero, ¿quién era Mamá?. Los niños ni se lo preguntaban. No conocían familia ninguna, exceptuando un tío que un día hizo su aparición sorpresa y que los visitó. Igual que vino se fue sin antes olvidar contarles que era actor. Nadie podría hablar de Mamá, una preciosísima y misteriosa mujer con dinero que se había retirado a la absoluta soledad para dedicarse exclusivamente a cultivar el campo, educar a sus hijos y respetar la memoria de su marido fiel.

A veces recibían visitas en casa pero todas estas eran rechazadas. Hasta que un día apareció un hombre delgado, no muy alto. Su vestimenta era quizás demasiado elegante para el campo, puesto que llevaba una camisa de seda azul y unos zapatos que no eran para caminar por esas tierras y los tenía un tanto sucios. A Elieta le llamaron especialmente la atención sus cejas. Pobladas y arqueadas, pareciendo tener una expresión abierta e infantil. El color de sus ojos azul era perturbador. Cansada y asqueada decidió hacerle caso.
- ¿Qué desea usted?- preguntó en voz baja y ofreciéndole asiento.
El hombre hablaba vivamente, con cortesía pero sin apartar sus ojos inquietantes de Elieta.
- Me llamo Esteban, desde hace años soy amigo de su difunto esposo- dijo con soltura e interés. – No sabría decirle desde cuándo pero sí que gracias a él, estudié la carrera de filosofía. He venido porque deseaba saber donde había pasado sus últimos días y conocer a su mujer.
- ¿Es usted escritor?- preguntó ella, todavía con su aire distante pero ya asomando una sonrisa curiosa.
- Si, si, según se mire – dijo rápidamente. – Escribo toda clase de cosas, hago toda clases de cosas…
Poco después estaban recorriendo la casa hasta llegar al despacho del que fuera su difunto maestro.
- Si, aquí todo permanece en el mismo lugar, exactamente tal como él lo dejó. Sus libros, su tintero, su abrecartas, sus escritos y su rosario de marfil.
- ¿Cuándo le conoció usted todavía era sacerdote?. – Pregunto Esteban con interés.
- Me temo que precisamente por mi causa abandonó la santa iglesia, nunca lo llegué a comprender pues soy una cristiana creyente.- Contestó pesarosa Elieta bajando los ojos.
- Yo ya no creo en Dios. – Oyó decir al joven con voz fría.
Elieta le pidió que se quedara a tomar el té. Se sentaron uno frente al otro. Ella lo observaba mientras pensaba que  en realidad no era guapo, ni siquiera apuesto.
Los niños volvían del paseo. Se presentaron y cogieron un trozo de pastel de la mesa. Esteban le cayó bien a los niños, se los ganó con una mirada. No tenía esa manía de los mayores de hacer pregunas tontas ni utilizaba un tono paternalista con ellos.
Elieta se mezcló en la conversación mostrando alegría. En sus mejillas aparecieron sus famosos hoyuelos y sus ojos dejaron de ser mortecinos, recobrando su tono anacarado.
Esteban les informó que se hospedaba en XXXXX , que no estaba lejos de casa de Elieta.
- Tengo la intención de trabajr un poco… Si, soy escritor, a veces escribo, bueno en realidad por dinero, sólo por dinero… - dijo Esteban llno de odio. – Necesito mucho dinero, nunca es suficiente. ¿Comprendes Elieta lo que significa?. Es más repugnante que la sarna. El dinero es el principio de la vida y ha sido devaluado convirtiéndose en algo repulsivo. No se queda conmigo; se me escapa…
Fue lo único triste que dijo enseguida volvió a contarle a los niños en cuántos sitios había vivido desde entonces, hablaba de Paris, de Frankfurt, de El Cairo y de Valencia. De lo que le había pasado en Nueva York. Cuando Elieta le preguntó la edad, contesto: “veintisiete” sorprendiéndose de que ella se riera. A veces durante la conversación volvía al tema de su amigo difunto bajando la voz con reverencia.
- ¿Tenía sentido del humor?. Pregunto y afirmo a la vez. – Si, si, me lo imaginaba, era muy irónico.
Esto lo hacía en voz baja para que los niños no lo oyeran. Ni se dirigía a elieta, hablaba para sí, como consolándose. En medio de la conversación miró el reloj y se dio cuenta de que era tarde. Se disculpó por tener que marcharse. Sonrió esperando volver a verla.
Los niños preguntaron si podían acompañar a Esteban hasta la fonda XXXXXX.
Anduvieron a su lado por el trozo de carretera que llevaba hasta el pueblo. Casi estaba oscuro. Él no les habló ni sacó las manos de los bolsillos. Silbaba una dulce melodía.
Delante de la entrada de la casa donde se hospedaba se despidió de los niños amable y sereno.
Los niños tampoco hablaron mucho de regreso a la casa, cenaron y se acostaron. Demasiadas emociones en un día.
 

CONTINUARÁ 

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