Estela (Del 1 al 4)

Estela bajó del autobús arrastrando una gran maleta, que aparte de ropa, estaba llena tanto de ilusiones como de frustraciones. Su vida comenzaba de nuevo este verano. Sola y en su pueblo.

Llegó al medio día, respiró tranquila, por lo menos nadie la esperaba en la puerta del bar.

Caminó tres calles hasta llegar a la casa de sus padres. Llamó al timbre y se dejó caer destrozada en la puerta. Demasiadas desgracias en muy poco tiempo. Pedir ayuda en estas circunstancias la avergonzaba pero quién mejor que una madre puede entender a una hija.

Abrió la puerta Elías, su padre, se fundieron en un cálido abrazo y se pusieron a llorar. Hacia diez años que no se veian, desde que murió su hermano en trágicas circunstancias. Ahora regrasaba Estela a casa como la hija pródiga.

Elías llamó a Mercedes, su madre y cuando está apareció volvió el silencio a la casa. Se miraron durante unos segundos hasta que Estela no pudo evitar decirle: "perdóname madre". Entonces también se abrazaron. Parecía el comienzo de la recuperación familiar y del bienestar necesario para que Estela volviera a sentirse viva.

Estela subió al segundo piso de la casa y le invadió la nostalgia. Hace tan sólo unos días tenía un marido. Un marido infiel que la había abandonado sumiéndola en la ruina: existencial y económica.

Ahora caminando por las habitaciones de la casa y recordando su infancia se sentía reconfortada pero le duró poco esa sensación cuando se enfrentó a la puerta de la habitación de su hermano. Los recuerdos de aquella noche volviendo de las fiestas del pueblo vecino, ella conduciendo, el accidente y la muerte de Rai.
Abrió la puerta de la habitación y se encontró con que el tiempo no había pasado por ella. Todo seguía igual. Su madre la mantenía congelada tal y cómo la había dejado él la última noche. Recortes de fútbol, trofeos, su ordenador y la colcha del Barça.
Decidió salir de allí para no martirizarse más.

Entró en su habitación y se dejó caer en la cama exhausta. Cerró los ojos y dejó relajar su cuerpo oliendo el aroma de la lavanda de los saquitos que su madre utilizaba para aromatizar la casa. Con ese olor tan reconfortante se durmió y tuvo un ligero sueño que por primera vez en mucho tiempo la hizo creer que nada de lo que había ocurrido últimamente era real.

Estela a sus treinta años era una joven atractiva, no es que fuera excesivamente guapa pero si bien es cierto que su físico era llamativo. Era rubia y sus ojos eran de color verde como decía la canción "cómo el trigo verde". Delgada, de pechos voluptuosos y piernas largas. Era una mujer diferente. 

Ante tal descripción era inconcebible que su marido la abandonara después de nueve años en común pero a veces esas cualidades físicas no acompañan con otras, que no era el caso porque Estela era divertida, sociable y muy trabajadora. 
Félix, su ex, no las valoraba lo suficiente y por eso un día se fue dejándola inmersa en una sensación de fracaso amoroso difícil de reconciliar. 

Luego a la sensación de duelo y abandono vinieron las cartas del banco anunciando el próximo desahucio de su vivienda en tres meses. Tres duros meses donde fue viendo pasar y perder su fantástica vida, su casa, a sus amistades superficiales y para rematar su próspero negocio de cupcakes. 

Dicen que Dios aprieta pero no ahoga... Estela se preguntaba porque todo le ocurría a ella. 

Había pasado parte de la tarde sola en su habitación descansando. Cuando bajó al comedor, sus padres no estaban, habrían salido a pasear. 
Decidió salir a la calle ella también. Caminar por las calles de su pueblo no le iría mal para recordar momentos vividos felices. Rememorar su juventud le parecía que sería el mejor plan posible y así fue. 

El aire de la sierra alcarreña le recorría la piel mientras paseaba por las eras. Se sentó en un banco y miró el paisaje. ¡Cuánto había cambiado en diez años!. Más casas construidas habían hecho que viviera más gente durante todo el año en el pueblo y la empresa de fabricación de muebles funcionaba a la perfección y daba trabajo a muchos lugareños. 
Seguían estando los huertos del tío Manuel llenos de ababoles y los campos de trigo mecidos por el viento parecían olas de mar. 
Sentada en el suelo mirando esas mismas vistas pero siendo mucho más rústicas entonces, a sus dieciséis años la besaron en los labios por primera vez.

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