Rafael Rebollo, genio y figura hasta el último momento.

Mi abuelo Rebollo murió sobre las 9.30 de la noche del 23 de enero de 2012, a las noventa y muchos años de edad, probablemente según dirá el acta de defunción. No murió solo, estaba mi maravillosa abuela Josefina, pero ya nadie podía hacer nada por él, estaba sedado hasta mucho más allá de su conciencia. Por desgracia no lo vi por última vez, ni pude tocarle la mano sabiendo él que era yo.

No he podido llorar, en mi inútil búsqueda de razones no acepto que ha sucedido. No sabía que la noticia de la muerte de mi abuelo me iba a golpear como un martillo. Desde siempre he sabido que podía y debía suceder lo que pasó.

Mi abuelo, ni paterno ni materno, adquirido por la casualidad de los azares de la vida, como dice Jorge, su hijo, “pasaba por allí”, era un gran hombre y, aunque parecía indestructible, sabía que era tan frágil como otro hombre cualquiera. A pesar de saber de sus defectos lo sentía recto y ecuánime, poseedor de una sabiduría que iba más allá de la que uno gana con los años. De una sabiduría que subía por las vidas de sus antecesores.

Mi abuelo ha muerto. No me pude despedir. Eso me taladra. No basta para llenar el vacío y la rabia que siento todo lo que pueda hacer ahora. Porque ese cuerpo, que ahora se encuentra en la Universidad de Medicina, ya que fue genio y figura hasta la sepultura, donó sus órganos a la ciencia, no va comenzar el proceso de descomposición. Mi abuelo era un hombre, un gran hombre repito y el cuerpo muerto no es un hombre. Hace falta mucho más para llegar a serlo. Hace falta la capacidad de sentirse vivo, la capacidad de poder equivocarse y continuar, el deseo por vivir, las ganas de luchar y perderse en todo... Las lágrimas que en este mismo instante desguazan mis ojos son por algo que nunca lograré a comprender. Te quiero abuelo. Ese es el único y más válido homenaje que te puedo hacer.

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